28 diciembre 2007

Argüelles

María saldría de la tahona en unos segundos, tiempo más que suficiente para que Marcial cruzara la calle Donoso Cortés apresuradamente a su encuentro. Julio y José entrarían en el rincón de Pepe después de haber comprado el periódico en la esquina de Guzmán el Bueno y una chucherías. Cientos de niños seguirían durante largo rato con su griterío desde el interior del colegio Decroly. Marina llevaría al tinte dos corbatas de su hermano, una camisa de su padre y una blusa suya, Pilar la saludaría encantada al verla entrar por la puerta y le preguntaría por Doña Tomasa, su abuela. Justa bajaría a estas alturas de la mañana a comprar una barra de pan y dos pimientos, con su paso cansado y su andar encorvado tardaría un buen rato recorrer toda la manzana, deseando encontrar a cuantas personas en su camino le preguntaran por su estado de salud o sus recuerdos intactos de cuando el barrio era otro bien distinto. No debería faltar demasiado para la una de la tarde, así que debía estar a punto de llegar Don Vicente a quien no es que le pesaran los años, es que le habían machacado.

Cuando le conocí Vicente ya no era ni siquiera un hombre maduro, era un viejo. Eso se decía a sí mismo, “estás hecho un viejo”. Cuando se miraba al espejo éste le devolvía las curvas y pliegues en los que se había convertido su cara, lo único que había permanecido siempre intacto eran sus ojos, verdes. En sus ojos se veía toda su vida y parte de la historia del barrio. Se veía su infancia cuando jugaba en la calle Princesa con los socavones de los obuses y las milicianas saludando con el puño en alto esquivando sacos terreros, y se veían los bucles negros del pelo de Rosana bajando las escaleras del metro de Argüelles con los zapatos de tacón, el día de la inauguración.

Vicente vivía en su cuarto piso de la calle Altamirano, con sus tres balcones a la calle, a la izquierda la calle Princesa, a la derecha el océano verde del Parque del Oeste en primer término y la Casa de Campo al fondo. En las tardes de primavera el sol se derretía al atardecer tiñendo todo el barrio de ámbar. Siempre había sido hijo único, a su padre no le conoció y su madre murió cuando él apenas había alcanzado para valerse por sí mismo. Heredó la casa, y con ella aquel espejo que le devolvía su semblante triste pero sereno cada mañana. Vivía solo. Desde que había muerto Trostki, su pastor alemán, hacía más de quince años no había tenido más compañía que la de las palomas del parque y algunos amigos del barrio, casi todos conocidos en el centro de la tercera edad del ayuntamiento, en Ferraz.

La primera vez que le vi le sorprendí mirándome el escote desde el otro lado del mostrador. Entonces no le conocía y me abroché el botón de la camisa un poco ruborizada. Era mi primer día como trabajadora de aquella tahona. Se me acercó y me dijo que estaba más guapa con la cara colorada que con el botón desabrochado. Me dijo que se llamaba Vicente, “para lo que usted necesite, vivo allá abajo, en Altamirano, pregunte a cualquier conserje por don Vicente y ya le indicarán” – dijo.

“Mucho camina usted para comprar el pan Don Vicente” le repuse.
“ya veo que es usted nueva, debería saber que el de aquí es el mejor pan de todo el barrio, y de todo Madrid”.

Llevaba bastón y un pañuelo blanco con las iniciales de su esposa bordados a mano. Un día de primavera me habló de ella, me dijo que se llamaba Rosana, y había trabajado de modista en una tienda de la calle de Alcalá muy cerca del Retiro. Había muerto a la vez que Franco, en el clínico. A Rosana la había conocido de niño mientras los rojos bombardeaban el clínico y la había perdido el mismo día que tanto habían soñado. “Son cosas de la vida” – decía mientras me clavaba sus ojos verdes. “¿Usted no tiene novio?” – me solía preguntar cada poco tiempo. “Claro, las chicas de hoy en día ya no tienen novio, pero amigo sí que tiene ¿verdad?”, luego se reía dejando ver una dentadura sorprendentemente bien conservada.

Me pasaba ratos enteros cuando no había cola escuchando las historias de don Vicente, me hablaba de los dos años de enfermedad de su mujer, acompañándola al hospital mientras los grises perseguían a montones de estudiantes Ciudad Universitaria abajo, me hablaba del barrio después de la guerra, de la inauguración del Metro y de lo guapa que iba Rosana mientras bajaba las escaleras con su abrigo largo de lana. A veces se emocionaba y se le escapaba alguna lágrima furtiva, que enseguida se secaba recomponiendo el semblante con evidente fastidio por la vergüenza que le provocaba que le viera llorar. Así fue como le encontró Justa la primera vez que les vi hablar.
“tenga hombre, que en el mundo faltan personas como usted”, le dijo mientras le acercaba un pañuelo de celulosa.
“Doña Justa, él es Don Vicente” fue todo lo que acerté a decir en aquel momento “Don Vicente viene todos los días desde la calle Altamirano desde que se abrió la tienda, ¿no es cierto?”
“Y desde que estás tú, hija mía, se pasa media mañana de cháchara”, repuso desde el fondo del mostrador doña Charo, la dueña y mi jefa.
“Deje en paz a la chiquilla, con lo bien que nos trata” le contestó Justa visiblemente enfadada.
“Si yo ya me iba, no quería molestar más, buenos días Natalia, adiós Doña Charo, y a usted Doña Justa le quedo muy agradecido por el pañuelo, permítame que le acompañe hasta la esquina”.
Así se fueron la primera vez que hablaron, doblaron a la derecha por Guzmán el Bueno, Raúl pasaría en breve conduciendo el 1, Roberto y Leticia comprarían su barra al salir juntos de la mano del colegio, en el que daban clase, Olga compraría una coca cola y una napolitana antes de seguir en la academia dando clases de econometría, y yo esperaría a Miguel. Pero esta sería la última vez, porque yo ya sólo admitía que se me amara como había amado Don Vicente durante toda su vida.




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1 Comments:

At 29 de diciembre de 2007, 16:13, Blogger Hatt said...

Me gusta la estructura circular y, sobre todo, me gusta ese gusto por el detalle y la cotidianidad que despiden los personajes.

Un saludico.

 

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