03 julio 2008

Desengaño
Tengo la cara demacrada. Demasiadas ojeras. He buscado un remedio pero no me ha gustado lo que he oído. Es domingo, tal vez lunes. Tengo los labios secos, los ojos hinchados, la mirada perdida. Tengo 36 años, pasé el invierno en este cuartucho echando de menos y bebiendo vino, coñac, absenta, cerveza, whisky y ginebra, sobre todo ginebra. A tragos.
A veces bajaba a comprar más y de paso a follarme a Britney a primeros de mes, cuando aún cobraba el paro. A veces leo a Baudelaire y a Flaubert, son los dos únicos libros que aún no he vendido. Los vendí todos, de cinco en cinco, en muchos sitios. Vendí primero la cubertería de mi vieja, luego la porcelana, los platos y el jarrón, los marcos, los cuadros, las joyas… los libros. Alquilé la casa de mis viejos y me vine a esta pocilga de la calle Desengaño infestada de ratas y de pulgas. Un cuarto interior con vistas al infierno. Estoy bebiendo ginebra con agua, son las dos de la mañana y un piso más abajo Britney se folla a un rubio veinteañero, en la ventana de enfrente, bien abierta para que la vea fingir con el turista pecoso de los cojones. Otro trago. También vendí una Olivetti que usaba mi abuelo para escribir, era periodista. Yo estudié periodismo y quise ser como él, pero me quedé como la Olivetti, mellado y sin futuro. Britney se ha despachado al niñato, aplaudo, es una profesional cojonuda aunque la chupa mal, es de Ghana o eso dice. Sin la Olivetti escribo en papelajos sueltos que cojo de aquí y de allá al buen tuntún, luego cuando despierto no entiendo mi letra y mi genio naufraga por el retrete o se quema en el cenicero. A veces le leo poemas a Brigitte en la escalera, ella es de Mali como su chulo Konaté, él me deja hacer pero nunca se invita el muy cabrón.
Me gusta salir de casa los viernes a las cuatro de la mañana, borracho y sin rumbo, cruzar la Gran Vía y bajar por Montera, las tías están todas buenas, las de los bares en los que nunca me dejan entrar y las de la calle que nunca se quieren subir. Periodista, fotógrafo, ilustrador… mandé a mi jefe a tomar por culo el mismo día y con las mismas palabras con las que Julia me mando a mí. Hoy se cumplen cuatro años, estreno botella de Bombay Sapphire para la ocasión. Le dedico el primer trago a Julia, el segundo al jefe del periódico, el tercero a Britney, el cuarto a mis viejos y su puto coche nuevo, el quinto a mi abuelo y la Olivetti mellada.
El patio gime desde la ventana abierta, tres o cuatro habitaciones a la vez, definitivamente las estrellas se olvidan de salir.

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30 enero 2008

Marta duerme
Ahora sólo hay viento y tiempo que pasa en un espacio infinito que se crea continuamente frente a mis ojos. Campo infinito en silencio, campo que duerme. Tres árboles, un pájaro que vuela, soledad absoluta en el campo sin fin, tres árboles y un pájaro, espacio infinito para volar quién sabe dónde, quién sabe porqué querría tener ganas de volar sólo con la única compañía de los tres árboles para confortar su melancolía. Sobre los raíles, perfección matemática y geométrica el mundo sigue creándose frente a mí y ella duerme. Tal vez el sueño, el bamboleo de su cabeza contra el cristal o tal vez el recuerdo del pájaro solitario perdido en medio a la nada me hacen pensar en el vacío, en la ausencia, en la necesidad de una mirada perdida y nunca más encontrada, caída en la oscuridad de los recuerdos más lejanos, cuando todavía creíamos en una vida diferente. La cabeza que se bambolea, los raíles que nos llevan el perfecto paralelismo hacia un horizonte todavía por inventar y los pensamientos agolpados que quieren salir y no saben convertirse en palabras. La cabeza que se bambolea, los ojos entornados, el pelo suave, las manos tranquilas, el corazón en silencio, querría saber quién hay dentro, qué siente, qué quiere, porqué permanece tan lejano de mis labios que a menos de un metro tan solo esperan una señal, una mirada, una caricia perdida bajo la mesa.
Nieve, dos gorriones juguetean en el cielo gris, varios árboles desarropados, tierra desnuda y helada, desprovista de todo perdón.
Marta duerme.

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28 diciembre 2007

Argüelles

María saldría de la tahona en unos segundos, tiempo más que suficiente para que Marcial cruzara la calle Donoso Cortés apresuradamente a su encuentro. Julio y José entrarían en el rincón de Pepe después de haber comprado el periódico en la esquina de Guzmán el Bueno y una chucherías. Cientos de niños seguirían durante largo rato con su griterío desde el interior del colegio Decroly. Marina llevaría al tinte dos corbatas de su hermano, una camisa de su padre y una blusa suya, Pilar la saludaría encantada al verla entrar por la puerta y le preguntaría por Doña Tomasa, su abuela. Justa bajaría a estas alturas de la mañana a comprar una barra de pan y dos pimientos, con su paso cansado y su andar encorvado tardaría un buen rato recorrer toda la manzana, deseando encontrar a cuantas personas en su camino le preguntaran por su estado de salud o sus recuerdos intactos de cuando el barrio era otro bien distinto. No debería faltar demasiado para la una de la tarde, así que debía estar a punto de llegar Don Vicente a quien no es que le pesaran los años, es que le habían machacado.

Cuando le conocí Vicente ya no era ni siquiera un hombre maduro, era un viejo. Eso se decía a sí mismo, “estás hecho un viejo”. Cuando se miraba al espejo éste le devolvía las curvas y pliegues en los que se había convertido su cara, lo único que había permanecido siempre intacto eran sus ojos, verdes. En sus ojos se veía toda su vida y parte de la historia del barrio. Se veía su infancia cuando jugaba en la calle Princesa con los socavones de los obuses y las milicianas saludando con el puño en alto esquivando sacos terreros, y se veían los bucles negros del pelo de Rosana bajando las escaleras del metro de Argüelles con los zapatos de tacón, el día de la inauguración.

Vicente vivía en su cuarto piso de la calle Altamirano, con sus tres balcones a la calle, a la izquierda la calle Princesa, a la derecha el océano verde del Parque del Oeste en primer término y la Casa de Campo al fondo. En las tardes de primavera el sol se derretía al atardecer tiñendo todo el barrio de ámbar. Siempre había sido hijo único, a su padre no le conoció y su madre murió cuando él apenas había alcanzado para valerse por sí mismo. Heredó la casa, y con ella aquel espejo que le devolvía su semblante triste pero sereno cada mañana. Vivía solo. Desde que había muerto Trostki, su pastor alemán, hacía más de quince años no había tenido más compañía que la de las palomas del parque y algunos amigos del barrio, casi todos conocidos en el centro de la tercera edad del ayuntamiento, en Ferraz.

La primera vez que le vi le sorprendí mirándome el escote desde el otro lado del mostrador. Entonces no le conocía y me abroché el botón de la camisa un poco ruborizada. Era mi primer día como trabajadora de aquella tahona. Se me acercó y me dijo que estaba más guapa con la cara colorada que con el botón desabrochado. Me dijo que se llamaba Vicente, “para lo que usted necesite, vivo allá abajo, en Altamirano, pregunte a cualquier conserje por don Vicente y ya le indicarán” – dijo.

“Mucho camina usted para comprar el pan Don Vicente” le repuse.
“ya veo que es usted nueva, debería saber que el de aquí es el mejor pan de todo el barrio, y de todo Madrid”.

Llevaba bastón y un pañuelo blanco con las iniciales de su esposa bordados a mano. Un día de primavera me habló de ella, me dijo que se llamaba Rosana, y había trabajado de modista en una tienda de la calle de Alcalá muy cerca del Retiro. Había muerto a la vez que Franco, en el clínico. A Rosana la había conocido de niño mientras los rojos bombardeaban el clínico y la había perdido el mismo día que tanto habían soñado. “Son cosas de la vida” – decía mientras me clavaba sus ojos verdes. “¿Usted no tiene novio?” – me solía preguntar cada poco tiempo. “Claro, las chicas de hoy en día ya no tienen novio, pero amigo sí que tiene ¿verdad?”, luego se reía dejando ver una dentadura sorprendentemente bien conservada.

Me pasaba ratos enteros cuando no había cola escuchando las historias de don Vicente, me hablaba de los dos años de enfermedad de su mujer, acompañándola al hospital mientras los grises perseguían a montones de estudiantes Ciudad Universitaria abajo, me hablaba del barrio después de la guerra, de la inauguración del Metro y de lo guapa que iba Rosana mientras bajaba las escaleras con su abrigo largo de lana. A veces se emocionaba y se le escapaba alguna lágrima furtiva, que enseguida se secaba recomponiendo el semblante con evidente fastidio por la vergüenza que le provocaba que le viera llorar. Así fue como le encontró Justa la primera vez que les vi hablar.
“tenga hombre, que en el mundo faltan personas como usted”, le dijo mientras le acercaba un pañuelo de celulosa.
“Doña Justa, él es Don Vicente” fue todo lo que acerté a decir en aquel momento “Don Vicente viene todos los días desde la calle Altamirano desde que se abrió la tienda, ¿no es cierto?”
“Y desde que estás tú, hija mía, se pasa media mañana de cháchara”, repuso desde el fondo del mostrador doña Charo, la dueña y mi jefa.
“Deje en paz a la chiquilla, con lo bien que nos trata” le contestó Justa visiblemente enfadada.
“Si yo ya me iba, no quería molestar más, buenos días Natalia, adiós Doña Charo, y a usted Doña Justa le quedo muy agradecido por el pañuelo, permítame que le acompañe hasta la esquina”.
Así se fueron la primera vez que hablaron, doblaron a la derecha por Guzmán el Bueno, Raúl pasaría en breve conduciendo el 1, Roberto y Leticia comprarían su barra al salir juntos de la mano del colegio, en el que daban clase, Olga compraría una coca cola y una napolitana antes de seguir en la academia dando clases de econometría, y yo esperaría a Miguel. Pero esta sería la última vez, porque yo ya sólo admitía que se me amara como había amado Don Vicente durante toda su vida.




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10 diciembre 2007

BARAJAS

Sentí curiosidad por el cuidado con el que tapaba el libro. Me acerqué con todo el disimulo que permiten una mochila, un porta trajes y un portátil en su funda. Me coloqué enfrente, en la cafetería Medas de la T2 de Barajas. Ella tenía el pelo rizado, castaño, los ojos pequeños, pantalones azules de campana, calcetines de rayas, unos zapatos kickers rojos, y un bolso de pana como único equipaje, sentada, junto a los restos de lo que había sido un bocadillo, leía. Los ojos, además de pequeños brillaban de una forma singular, aquel libro estaba logrando desatar una tormenta en su interior, al borde del llanto, cada vez más brillantes, cada vez más apasionados, sus ojos, se despegaron de la lectura y se clavaron en los míos. Sorprendida, se secó una lágrima con su mano izquierda y recogió el bolso de pana con la derecha. Huyó atropelladamente como si el hecho de que yo la hubiera sorprendido emocionándose ante una lectura que desconocía constituyera un atentado de primer orden a las reglas más elementales del pudor. Pedí un bocadillo de jamón ibérico y un botellín de agua, ya me había resignado a una espera de varias horas, había realizado un par de llamadas para entretenerme y para contar las peripecias por las que tendría que pasar en las horas siguientes. El vuelo a San Sebastián estaba programado a las ocho de la tarde, saldría con retraso y ya no iría a San Sebastián sino a Bilbao, por cierre del primer aeropuerto, de ahí un autobús terminaría el recorrido por carretera. Demasiado tiempo en un aeropuerto como para no hacer nada de nada, mirando a la gente, caminando despacio, entre las distintas puertas hacia cualquier destino del área Schengen. Demasiada gente, demasiada luz, demasiada resaca como para soportar aquello, y encima la desconocida aquella se había ofendido por mi arrebato de ternura y curiosidad. Seguí caminando sin rumbo, habían estimado en dos horas más el tiempo que tardaríamos en embarcar, por lo que cargué todos mis bártulos y deambulé sin otro motivo que matar el tiempo. Entonces me metí en la Relay del aeropuerto y allí encontré un libro muy parecido al que estaba leyendo la desconocida, pude reconocer en parte la portada, no podía estar seguro de que se tratara del mismo libro, pero se le parecía mucho desde luego. Me atrajo el título y más aún la contraportada. Lo compré y me dirigí a la puerta en la que supuestamente deberíamos embarcar dos horas más tarde rumbo a Bilbao. Al poco tiempo de empezar a leer comprobé que era yo el que estaba al borde del llanto, por lo que miré alrededor intentando evitar que nadie se percatara de mi emoción, mientras, con la mano izquierda me sequé algo parecido a una lágrima.

A Marta Pérez Martín.

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20 noviembre 2007

Su boca

Coronando su vida en un círculo perfecto sonó una canción de los setenta. Sonaba en las radios cuando nació, seguía sonando cuando estrelló su coche.

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23 septiembre 2007

DELICIAS

Tal vez si aquella mañana de junio no se hubiera filtrado fulgurante y asombrosa por la ventana de su habitación Inés no habría decidido en aquel mismo momento cambiar de vida. Vivía en una buhardilla situada en el séptimo piso de un edificio viejo y destartalado, con desconchones en la fachada y escaleras de madera carcomida que se encontraba en el Paseo de las Delicias. Desde su ventana se levantaba el amanecer como un espectáculo de luz y fuego y las golondrinas imponían su canto al de cualquier despertador pues los rigores del calor obligaban a mantener las persianas subidas y los cristales abiertos durante toda la noche. Inés se despertaba aturdida y ojerosa con los primeros claros maldiciendo lo tarde que se fue a dormir la noche anterior y prometiéndose, inútilmente, que a partir de esa misma noche se iría a la cama temprano para poder dormir aunque fueran seis horas. Inés, la mayoría de las noches, dormía sola.

Aquella mañana se levantó chorreando y con la camiseta de algodón que usaba a modo de pijama empapada, tenía el corazón desbocado y aquel despertador parecía haberla rescatado de un estado de profunda angustia. Al encender la luz comprobó, decepcionada, que el mundo aún no se había derrumbado bajo sus pies y por lo tanto tendría que ducharse, vestirse y prepararse un café en la media hora siguiente si no quería volver a llegar con retraso a su trabajo de contable y en realidad de chica para todo en una empresa de artes gráficas situada en el polígono de San Blas.

Mirándose en el espejo mientras apuraba el último sorbo de su café comprobó que no quedaba nada de aquella chica que hacía ya diez años se licenció en ciencias políticas con la determinación de vivir en completa libertad.

Se calzó unas sandalias de cuero, sencillas pero muy elegantes y se quitó los pendientes, sus ojos de color miel se iluminaron y por un instante se abrió un atisbo de sonrisa que atravesó su cara de izquierda a derecha como una pincelada sutil y precisa de acuarela rosa y que tras pasar por risa desembocó en una carcajada estruendosa e histérica. Se reía de sí misma y de sus contradicciones, se reía del mundo y de su vida y así en pleno arrebato abrió el grifo del lavabo y metió su cabeza bajo el agua helada. Sus músculos se contrajeron y se le puso la piel de gallina, mientras el agua resbalaba enredándose entre los bucles negros de su pelo, con ambas manos se frotaba la base de la nuca, masajeándose despacio.

Al cerrar el grifo se incorporó un tanto aturdida y se miró muy fijo en el espejo viendo como el agua chorreaba por los hombros, y empapaba la camiseta de tirantes que había elegido esa mañana. Al verse pensó que tanta soledad le estaba volviendo loca y cuando quiso darse cuenta estaba en el vestíbulo de la estación de Atocha sin más equipaje que una vieja mochila de cuando era estudiante y sin más destino que el que la fortuna le asignara. Respiró hondo, muy profundo y se dirigió al mostrador de venta de billetes, un empleado joven y atractivo le recibió con su mejor sonrisa, tan diferente de la prepotente carcajada que le dirigió un empleado bigotudo y seboso en la estación de Irún justo un año antes, cuando se quedó perdida y abandonada en aquella ciudad desconocida. Ahora era absurdo pensar en Ibai, había cambiado tanto su vida en ese tiempo, que parecía un fantasma de la adolescencia reaparecido tras la sonrisa del empleado de RENFE.
- Buenos días ¿qué desea?
- Hola, ¿hacia dónde va el próximo TALGO que salga?
- A Cádiz
- Déme un billete por favor.
- Dése prisa que sale en cinco minutos.
- Muchas gracias.
Mientras atravesaba los barrios de la periferia y los polígonos industriales del sur de Madrid el móvil palpitaba, apagado, en el interior de su bolso tanto como su corazón. Recordaba el día en el que conoció a Ibai cuando trabajaba en una empresa de extrusión de aluminio, también allí era algo parecido a una contable e Ibai era el delegado comercial de la zona norte. Recordaba cómo se miraron durante la cena de navidad avergonzados primero y provocándose después en medio de los compañeros, la mayoría perfectos desconocidos, que comían ajenos a sus miradas. Ya en el bar Ibai necesitó dos copas para acercarse a Inés para decirle muy despacio y sin dejar de mirarla
- Aquí ya no me miras
- ¿y tú quién eres?
Preguntó Inés fingiendo no conocerle.
- Soy Ibai Lekumberri, el delegado del área II
- No me suena tu nombre
Mintió Inés.
- Así que tú eres la del teléfono.
Afirmó Ibai convencido dejando en evidencia a Inés, que se sonrojó.
- ¿Conoces Madrid?
- No, sólo he venido dos veces.
- Vámonos de aquí, te voy a enseñar el mejor bar de Madrid. ¿Te gusta bailar?
- No es lo que mejor se me da, vamos.

Salieron durante toda la noche, tomándose una copa en cada bar y terminaron bailando desenfrenadamente en la sala El Sol, cuando salieron de allí el día empezaba a clarear y los dos se refugiaron en el piso de Inés, haciendo el amor hasta que el sueño les venció, envolviendo la habitación de una mezcla de sudor, alcohol y soledad.

La mirada fija más allá de la ventanilla seguía el vuelo de algunos pájaros mientras sus ojos revivían aquella primera noche con Ibai, recordaba su olor y su espalda, la fortaleza de sus hombros y la flexibilidad de sus caderas, sus manos grandotas y torpes, no había podido evitar enamorarse aquella misma mañana aunque Ibai siempre supo jugar bien sus cartas, era un comercial muy hábil precisamente porque sabía manejar como nadie los estados de ánimo de las personas, siempre decía lo que uno necesitaba escuchar en cada momento, pero nunca se enamoró de Inés, durante los cuatro años siguientes le unió a ella el deseo, el cariño, la piedad o la ternura pero nunca el amor, además vivía en Bilbao por lo que entre semana podía llevar sin demasiados agobios la relación.

Se preguntaba dónde estaría Ibai ahora mismo, no le veía desde el día en que le dejó plantada tras una discusión en la playa de Fuenterrabía y, secretamente, sabía que se sentiría orgullosa de ella y de lo que estaba haciendo en aquel momento.

Sus recuerdos volaban casi a la misma velocidad que aquel tren, en su cabeza se agolpaban Ibai, la universidad, su primer trabajo, aquel viaje a Dublín durante un verano, y por su mejilla se deslizó furtiva una lágrima que no pudo contener.

Ya hacía tiempo que había dejado atrás el universo gris y opaco de fábricas y de naves industriales y con el sol ya bien alto la luz de los campos maduros de la Mancha iluminaba sus pupilas. En aquel momento se preguntó qué estaba haciendo, hacia dónde quería huir y por qué había renunciado de aquella manera tan absurda a una vida más o menos acomodada. No tenía una respuesta para ninguna de esas preguntas y sin embargo tenía la certeza de estar actuando de forma valiente y sentía ese cosquilleo en la tripa que provoca el vértigo.

El tren seguía impasible su camino ajeno a todo lo que pasaba en su interior, hacía ya tres horas que había salido e Inés recordó que aún no había desayunado y empezó a sentir un hambre voraz por lo que decidió acercarse al vagón restaurante. Tras superar su enfado inicial por los precios se decidió a pedir un montado de tortilla y un refresco, el camarero, un tipo seco con las mejillas sonrosadas le atendió con su mecánica destreza, como si se tratara de una máquina. Inés seguía pensando en Ibai y en lo hostil que era todo el mundo y se sintió por un instante frágil y desamparada, le estaba resultando muy difícil reconstruir su vida y nadie parecía animado a dedicarle una sonrisa cálida y sincera.

Involuntariamente vio su reflejo en la ventanilla y se descubrió sola, derrotada, vencida y huyendo cobardemente de sí misma y de sus miedos, de su incapacidad para olvidar a Ibai, de las promesas rotas del trabajo, la amistad y la vida.
Cuando el tren se detuvo en Córdoba Inés cogió su mochila, bajó con cuidado los escalones y se dirigió a la ventanilla de información, mientras llegaba llamó al trabajo inventando una diarrea, estaba nerviosa, confusa y muy triste cuando pidió un billete que le llevara de vuelta a Madrid.

(Pamplona Julio-Noviembre 2005)

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29 agosto 2007

Lavapiés
Creí que llegarías tarde, pero aún no has llegado y ya no creo que lo hagas. Me has dado tiempo a observar en esa obra la charla que mantenían dos gatos, uno blanco y otro negro. Al parecer el gato blanco quería llevar la razón y el negro le ponía excusas no muy creíbles que el gato blanco no aceptaba de ninguna manera. No han llegado a un acuerdo y se han ido enfadados cada uno en una dirección. El gato blanco ha estado ahí, junto a la hormigonera, muy tranquilo comiendo los restos que alguien ha dejado en esa lata. El gato negro se ha ido debajo de aquel coche y no se ha movido de ahí durante un buen rato, creo que está arrepentido pero no quiere rebajarse y pedirle una disculpa al gato blanco. El gato negro tiene los ojos verdes, muy brillantes, y le falta un trozo de la oreja derecha, una herida de guerra que pasea orgulloso y arrogante pues camina muy erguido. El gato blanco tiene los ojos pardos, una cola muy fina y muy estirada y una cicatriz muy fea en el costado izquierdo. Los dos se conocen desde hace mucho, probablemente desde antes de empezar la obra, y saben que es muy difícil sobrevivir en soledad, pero como dos buenos gatos cascarrabias se miran de reojo en la distancia esperando que el otro ceda. El orgullo felino es peor que el humano, créeme. Ayer los vi desde la buhardilla de Joaquín en Cabestreros, estaban en el tejado de enfrente mirando las golondrinas antes del atardecer. Parecían felices, seguro que el día había empezado bien para ellos, por la noche tocaría cazar algo si es que se daba bien y si no pues nada, siempre podrían correr detrás de alguna rata cerca de la obra. Con la tierra levantada no es difícil dar con alguna. Aunque estos gatos tampoco necesitan cazar para comer, lo hacen por instinto, como nosotros hacemos deporte. Les distrae. En la cuesta del Olivar hay una gata muy fea que se entiende de vez en cuando con el gato negro. Creo que han tenido alguna camada juntos, de esas que nacen en los contenedores de escombros y dejan olor a podrido al tercer día. En la calle San Carlos hay un bar que le saca algún trozo de atún y sardinas viejas a la gata. Enfrente hay un senegalés que la mira comer desde su tienda. La gata está ya bastante enferma, tiene cuatro años y muy probablemente no sobrevivirá al próximo invierno pero todavía maúlla con fuerza cuando encela. El gato negro lo sabe pero le da un poco igual, aunque a veces pasea con ella por los tejados de la calle de los Tres Peces. El gato blanco siempre fue más solitario, apenas se le ha visto con gatas y dicen las malas lenguas que antes fue doméstico y le castraron, pero se ha hecho respetar a base de zarpazos y ya nadie comenta nada cuando él está cerca. Además ha sobrevivido a dos envenenamientos, y eso amarga el carácter a cualquiera. A veces se cuela en un patio de la calle Zurita, muy cerca de la sala Triángulo. En verano hay buena sombra y le suelen dejar siempre alguna sobra.
En la esquina entre Esperanza y Primavera hay un tejado muy cómodo en el que suelen reunirse todos, no son más de seis o siete, el gato blanco siempre se coloca con la cabeza agachada mirando hacia el reloj de la torre de la Telefónica, el gato negro se pone enfrente, prefiere el crepitar azulado que corona el hospital 12 de octubre y así dejan que las estrellas dilaten sus pupilas.
Esta noche no sé si acabarán juntos o si por el contrario se quedará solo el gato negro buscando algún resto entre las basuras.
Esta noche no has llegado y yo sólo quería pedirte perdón.
(Madrid – Diciembre 2005)

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22 julio 2007

CALLAO

- Alicia, despierta, vas a llegar tarde, ya es la segunda vez que suena el despertador… ¡venga! ¡no seas perezosa!
Voy a preparar un café.

A Alicia no le gusta la energía con la que se despierta Jaime cada mañana pero se resigna y abandona el estado de semi-inconsciencia en el que se encuentra, enciende la luz con torpeza y sube la persiana secamente. Fuera llueve hoy también, piensa Alicia en la carrera hasta ganar la boca del metro y en el olor de la gente apretada en el vagón.

- Buenos días cariño, ¿quieres café? Hace un día de perros joder y hoy me toca pasarme todo el puto día en la calle visitando clientes.

A Alicia hace tiempo que dejó de importarle lo que dice Jaime, duermen juntos, cenan juntos, ven la tele juntos, a veces incluso follan juntos pero ella sabe que está sola, hace mucho que dejó de amar a Jaime, casi tanto como años llevan compartiendo esa casa.

- ¿Qué te pasa? Estás muy callada esta mañana ¿estás preocupada?

Alicia sí está preocupada, y no está muy callada, lo que pasa es que nunca le gustó hablar por las mañanas y eso parece que Jaime no lo ha aprendido nunca. Le gusta el silencio de la mañana roto por el crepitar de las gotas contra el cristal de la ventana y por el silbido de la cafetera, no quiere saber nada de visitas a clientes, tan solo quiere volver a ser un ovillo calentito bajo el edredón, volver al vientre materno y sentir la paz.

- No sé chica, te noto muy rara, bueno, yo me voy yendo que llego tarde. Esta tarde te espero para comer a las dos y media en el Candil ya reservo yo desde la oficina no te preocupes. Tenemos que hablar.

Alicia se queda pensando en qué tendrá que decirle, nunca comen juntos, se desnuda despacio y enciende el grifo del agua caliente que sale enseguida pues Jaime acaba de usar la ducha.
Intenta recordar qué le une a Jaime y a esa vida y no encuentra respuesta mientras se revienta un grano con furia frente al espejo.
Tenemos que hablar se repite.
Claro que tienen que hablar lleva ya seis semanas de retraso maldita sea.
Alicia llega a su oficina en Callao y mira hacia la Gran Vía que sigue tan ruidosa, sucia y atascada como de costumbre, maldice a su jefe entre dientes y se reprocha haber dejado su pueblo en Valladolid hace cinco años.
Entonces le vibra el móvil en el bolso, lo saca y comprueba en la pantalla que se trata de Luís, duda, piensa en las seis semanas de retraso, piensa en Jaime, bip-bip, Luís insiste obstinado al otro lado del teléfono. Tras varios tonos se decide a contestar.

- ¿Ali? Hola cariño, sí, estoy bien, mira creo que debemos hablar de eso, no, no, pero creo que sería mejor que nos viéramos.

Alicia mira el reloj, el tiempo no pasa, luego mira su ordenador y la montaña de facturas pendiente de picar, se siente muy cansada y algo parecido a una sensación de vértigo se apodera de ella, seis semanas, doscientas facturas, dos cafés, dos citas, diez y media de la mañana. Alicia empieza a sentirse mareada y todo le da vueltas en la cabeza cuando empieza a revisar las conciliaciones alrededor de las dos de la tarde.
De momento no siente náuseas ni tiene vómitos. Alicia no es hipocondríaca, es sólo un retraso de unas semanas, pero se encuentra mareada y muy débil cuando cruza la puerta del restaurante y ve a Jaime sentado en una mesa junto a la ventana. Está serio y tiene los zapatos llenos de barro.

- Te veo muy pálida ¿estás bien?
Llevas un día muy rarita.

Alicia desea que aquello termine cuanto antes, no tiene apetito, ni ganas de ver a Jaime, sólo piensa en el calor del amanecer acariciando su piel bajo el edredón, el calor, su piel, el calor, los ojos de Jaime se nublan, todo se nubla, calor, calor, calor… se sumerge en un mundo de éter. Paz.
Cuando despierta, Alicia siente un dolor muy agudo en el vientre, está aturdida y no reconoce la habitación.

La enfermera le informa concisa y brevemente de su aborto, junto a ella dos hombres tristes permanecen inmóviles muy quietos al pié de la cama, mirándola.
(Pamplona - Noviembre 2005)

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22 junio 2007

G A B R I E L A

Recordaba. Con la mirada perdida, inflamada por el reflejo de un atardecer violento y despiadado, en el vacío de un trigal en medio de una inmensa llanura. Recordaba buscando un camino, una huída para alejar de ella toda la culpa que arrastraba, removía hasta el rincón más escondido de su memoria para encontrar un motivo para odiar, uno solo. Pero no lo encontró. Permaneció inmóvil durante casi una hora, apagando el día y encendiendo la noche. Cuando la tenue luz rojiza de la primera luna llena de agosto la sorprendió por la espalda regresó a la cuneta donde había dejado tirada la bicicleta y pedaleó con todas sus fuerzas. Se llamaba Diana, tenía dieciocho años, un corazón inmenso y un secreto.

Al regresar a casa Diana ya nunca sería la misma, tendida en la cama observando la respiración de su hermana mayor que dormía profundamente tomó la decisión quizás más importante de su vida. Entonces se levantó y abrió la ventana de su habitación, el viento se coló furioso haciendo volar las cortinas y mientras seguía el vuelo de unos murciélagos a la luz de la luna se prometió a sí misma que tendría aquel hijo, y que se llamaría Samuel si era niño. Si era niña aún no lo había pensado. Aquella noche se durmió con una inmensa sonrisa, tal vez recordando la vez en que su padre la enseñó a montar en bicicleta cuando tan solo tenía cinco años.

Al despertar se sentía en paz consigo misma y durante horas paseamos de un lado a otro del pueblo, ella con sus pupilas encendidas y yo con la cabeza llena de ella. Me había llamado a primera hora para quedar a dar una vuelta y hacer unas compras. A las once de la mañana en el frontón fue todo lo que dijo. Después de tomar la segunda fanta dijo que se llamaría Samuel. Nunca supe porqué tuvo desde el principio la certeza de que sería un niño, pero la mantuvo durante los siete meses siguientes y una y otra vez se negó a que ningún médico le dijera si sería niño o niña, ella ya lo sabía de antemano. Se reía de nosotras diciendo que se lo había dicho la luna el mismo día que había decidido tenerlo. Del padre nunca nos dijo nada y eso fue lo que terminó de envenenar mis celos; durante años la había amado en secreto, casi sin darme cuenta, compartiendo con ella cada segundo de nuestra vida, las excursiones al río, los recreos en el colegio, las noches en su casa o en la mía mientras hacíamos planes imposibles. Mientras duró el embarazo la fui perdiendo poco a poco, cada vez íbamos teniendo menos cosas en común y mi comportamiento era día a día más obsesivo. Cuanto más me agarraba al pasado, intentando lograr que las cosas volvieran a ser como antes más la perdía. Diana estaba construyendo una nueva vida por dentro y por fuera y se mostraba más distante y huidiza, a lo que yo respondía al principio con un empeño agobiante de hacer cosas y más tarde con una falta de consideración absoluta por sus necesidades. En nuestro distanciamiento yo empecé a odiar a toda la gente que la rodeaba, empezando por su hermana, que fue la persona que más la acompañó durante esos meses. Me fui encerrando en una burbuja de aislamiento, apenas salía de casa y cuando lo hacía siempre estaba de mal humor e hiriente. A menudo me iba a un pinar cercano al río donde solíamos jugar de pequeñas, dentro del pinar había un claro con unas pocas decenas de viñas y una cabaña de ramas secas en el medio, desde esa cabaña había aprendido a parar el tiempo para poder enamorarme lentamente de su sonrisa y mirar fijamente sus ojos verdes. Me senté en el medio del majuelo, junto a la cabaña, y esperé a que cayera la noche. Durante la espera el silbido del viento helado que agitaba las copas de los pinos me susurraba todas las conversaciones que habíamos mantenido durante todos aquellos años, los secretos que nunca revelé, las caricias que siempre tuve que contener, los besos que se precipitaban en el abismo del vacío hasta que cayó la noche. Era una noche muy fría de principios de febrero, la constelación de Orión se veía magnífica y resplandeciente en el borde del claro, llevaba varios días planeando aquella noche, nada debía fallar, me quité el abrigo de lana y subí las mangas del jersey hasta los codos, un latigazo de frío me estremeció cuando empecé a cortar las venas, desde ese momento apenas recuerdo nada, tan solo la sensación de sueño, las ganas de permanecer inmóvil y la imagen de mi madre cantándome una canción para que me durmiera.
Gabriela nació dos semanas más tarde.

París – Madrid Octubre 2004

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15 junio 2007

Isabel

Había dos acacias con las copas muy redondas, y un emparrado que cubría el porche alfombrado de cantos rodados. Por las mañanas solía regarlos despacio con la manguera, para que estuviera todo bien fresco para la hora de la comida. Otras veces se sentaba en una silla de mimbre con un respaldo redondo y alto y pelaba judías verdes con la sonrisa siempre a punto y las gafas de pasta marrón transparentes concentradas en el cuchillo. Cada vez que íbamos al pueblo nos recibía en la puerta con el delantal y la comida a medio hacer. Casi nunca discutía pero cuando lo hacía era la persona más testaruda del planeta y nada de lo que le dijeras podía hacerle cambiar de opinión. Por las noches mientras nos divertíamos con los amigos por la plaza o aprendíamos de chicas llevándonos algún guantazo en la era ella nos esperaba con la tele encendida; la mayor parte de las veces el sueño la vencía y se quedaba dormida sobre la mesa camilla. La recuerdo viendo un resumen de la prueba de vela de la olimpiada de Barcelona, ella no admitía que se hubiera quedado dormida y pretendía hacernos creer que estaba interesadísima en barloventos y sotaventos. Creo que he heredado esa capacidad para intentar llevar siempre la razón aún cuando la evidencia la niega. Las semanas santas sabían a sus torrijas y las calentaban las hogueras que ella preparaba por la mañana temprano mientras los demás dormíamos calientes. Aquella casa vieja que la había visto nacer crujía por las noches cuando alguien iba al baño y de su alcoba brillaba la luz de su mesilla siempre alerta. Murió hace ocho años. En verano mis tíos nos hicieron una comida para que viéramos cómo había quedado la casa tras la obra. En aquella casa ya no hay chimenea y la calienta una caldera de gasóleo, el agua siempre sale caliente y el suelo no cruje y aunque ella ya no está yo sé que sigue allí como las acacias que la vieron nacer y que ahora me dan sombra, como se la dieron a ella y a mis bisabuelos.

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03 junio 2007

Burbuja

Llegaste en medio de la confusión, era tarde y estaba cansado, la autopista había estado repleta de coches y aquel ruido no terminaba nunca, se hacía insoportable estar en medio de aquella legión de coches embotellados desde el aeropuerto hasta el centro. El taxi me escupió frente a tu casa, yo aún no sabía que aquella era tu casa. Cuando llegué apenas pude deshacer mi equipaje, el ambiente era muy húmedo y el cielo amenazaba con desplomarse sobre nosotros, las nubes reflejaban pesadamente el naranja de las luces callejeras y en el suelo aún quedaban los charcos de la lluvia anterior dibujando el reflejo de los escaparates. Llegué tan cansado que casi me dormí nada más pisar la habitación, habría sido una buena jugada del destino quedarme dormido en aquel momento, sin embargo pude aguantar para saludar a Gisela y brindar con ella con una copa de vino blanco. Luego que hube conversado con ella y colocado todo el equipaje nos subimos a la habitación de arriba. Era tu cumpleaños. Recuerdo que había mucha gente y nos presentaron casi por casualidad, casi todos eran de la residencia. Encantado fue todo lo que acerté a decirte, vaya estupidez, encantado de haberte conocido. Todo pasó muy deprisa. Recuerdo tu mirada, llegando desde muy dentro hacia afuera, explorándome confusa y excitada, tenías los ojos más bonitos que jamás había conocido y sin embargo parecías triste. Me ofreciste un vaso con tres hielos y me indicaste con la mirada dónde podría encontrar la bebida. Me serví un White Label con Coca Cola, mientras atravesaba con la mirada el perímetro de la habitación. Estaba llena de fotos, algunas tuyas y otras de tu compañera, eran un pequeño inventario de vuestras vidas. Me preguntaba quiénes serían aquellas personas y qué relación habrían tenido contigo, quien sería amiga de la infancia y quien compañera de la universidad. En el centro había un chico, supuse que no sería una persona cualquiera. Todavía me gustaba hacer conjeturas e imaginar la vida de los demás, ¿recuerdas cómo completaba las conversaciones de la gente en el metro cuando íbamos juntos al mercado central? No claro, no puedes recordarlo.

Gisela estaba preciosa, con su pelo liso y las gafas azules, siempre a juego con sus zapatillas viejas. Hacía meses que no la veía y era como si el tiempo nunca hubiera pasado, parecía que me hubiera despedido la noche antes, cuando salimos todos juntos por Madrid para decirle adiós. La querías mucho y ella también a ti, aunque nunca os lo dijerais las dos lo sentíais y era maravilloso veros discutir desde lejos decidiendo qué música poner, qué ropa lavar, qué cena preparar o qué marca de vino era la mejor para hacer sangría.

Soñé contigo todas las noches mientras estuve allí. Recuerdo especialmente un sueño, en él corrías por unas vías abandonadas, llevabas un jersey verde, y corrías con todas tus fuerzas, exhausta, yo te veía acercarte sentado en el borde de un andén descascarillado y tú no me mirabas, pasabas de largo y te perdías entre dos pinares. Como si fueras un tren fantasma. Te desvanecías de repente, ya no quedaba nada, tan solo un fuerte olor a romero y a tomillo. A mí me gustaban más los sueños que olían a jazmín y a azahar y terminaban bajo un almendro.

Aquella primera noche después de tres white label te pregunté por el chico de la foto. Tú me preguntaste por Gisela. Yo te hablé de una película. Tú me hablaste de un cuento sobre una ciudad en la que a todo el mundo le ocurría la misma desgracia. Te cogí la mano. Me miraste a los ojos, con la misma mirada desgarradora de la primera vez. Sólo pude buscar tus labios. Abriste los labios muy despacio apretando los dedos de tu mano derecha contra los míos.

Estuvimos juntos tres semanas, compartiendo aquella ciudad maravillosa y llenando de ilusión nuestros sueños. El último día hicimos el amor como nunca antes lo habíamos hecho mezclando el sudor con las lágrimas. La mañana después me perdí con un pañuelo entre las manos en medio del bullicio de tu calle.

Dice el médico que no recuerdas nada, pero yo no puedo soportar la idea de que me hayas borrado de tu memoria. Te miro a los ojos y me sonríes pero no me reconoces.


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28 enero 2007

LUCES NOCTURNAS
Marina vivía en el edificio de enfrente, tenía una larga melena rubia y una piel que brillaba muy fina y muy clara bajo la luz de su flexo. Todas las noches, cuando el resto de la ciudad dormía Marina encendía su flexo y se sentaba callada en su mesa frente al enorme ventanal. Allí permanecía horas, estudiando sin más descanso que la breve tregua que le daba un café que preparaba con meticulosidad antes de sentarse a estudiar y al que se abandonaba cada hora y media. Yo, durante aquellas primeras semanas apenas prestaba atención a esa joven de aspecto frágil que acababa de mudarse al edificio recién construido al otro lado de la calle, aunque siempre la veía al bajar las persianas antes de irme a dormir. Poco a poco me fui acostumbrando a aquella liturgia diaria y así empecé a darle las buenas noches antes de apagar la luz. Al poco tiempo me acostumbré a permanecer en la penumbra de mi habitación tumbado en mi cama observándola, me acostumbré a dormir con las persianas subidas espiándola en la distancia hasta que el sueño me vencía. La llamé Marina una noche de abril en la que se desató una gran tormenta y ella permaneció inmóvil junto a la ventana durante más de media hora, con la mirada clavada en el horizonte y la cabeza ladeada reclinada sobre el cristal. Ya tenía un nombre, ahora me faltaba establecer contacto con ella. Cuando llegó el mes de mayo empecé a estudiar también yo pues debía preparar mis exámenes de junio, y aprendí a seguir sus ritmos y sus costumbres, aunque me pasaba ratos enteros mirando hacia la ventana, con la mirada elevada hacia el quinto piso, letra aún desconocida, deseando acariciar un pijama de raso verde. Me acompañaba una radio en la que un locutor hablaba muy despacio, racionando unas palabras cargadas de un humo muy denso y muy antiguo que viajaba por las ondas volviendo la atmósfera pesada y dilatando las pupilas. Descubrí grandes canciones en aquellas semanas, que para siempre han quedado ligadas al recuerdo de Marina y a los últimos estertores de la adolescencia. A las dos de la madrugada siempre ponían la misma canción y el locutor con su voz profunda y de otro tiempo se dirigía a todos aquellos que estábamos estudiando para que apagáramos y encendiéramos nuestro flexo tres veces, emitiendo una señal hacia el exterior. Quizás él imaginara la ciudad alfombrada de minúsculas luces centelleando a la vez como un enorme cielo estrellado. Enseguida me entusiasmó la idea y apuntaba mi flexo hacia la ventana, uno, dos, tres… en intervalos de un segundo emitía mi señal; luego volvía a colocarlo en su posición habitual y me asomaba para ver si alguien más compartía ese ritual conmigo detrás de las escasas ventanas en las que aún quedaba alguna luz. Enseguida volvía a mi mesa decepcionado y retomaba el estudio durante un rato más, nunca más de media hora.

Una noche mientras leía una obra de teatro de la posguerra fijé involuntariamente la mirada en la ventana de Marina, y extrañamente ésta no estaba sentada estudiando sino de pie, desnuda, mirándose frente al espejo. La veía duplicada, su espalda ladeada frente al reflejo de su vientre desnudo, su pecho desnudo y sus manos explorándose. Fue un instante fugaz, un parpadeo mágico, que se desvaneció tras la puerta del baño. Me quedé paralizado con el corazón desbocado, me lancé sobre los prismáticos y los fijé sin pestañear con la mirada clavada en aquella puerta, frontera infranqueable de mis sueños. Tardó diez minutos en salir, con el pijama de raso verde ya puesto, se bebió un café y se puso a estudiar. Yo no podía más que espiar atentamente, observar cada uno de sus movimientos, pero ella parecía decidida a estudiar durante otra buena hora y media. ¿No pensaba explicarme qué había pasado ahí dentro?

Tres días después exactamente a las dos y dos minutos de la madrugada apunté como todas las noches mi flexo hacía la ventana, uno, dos tres… en intervalos de un segundo emití mi señal. Ya no me importaba si más gente hacía lo mismo o no y sin embargo en aquel momento, desde la ventana de Marina, uno, dos, tres… ella me respondía. No podía creerlo, ella me respondía a mí. Puede que ella también me observara, puede que ella estudiara igual de poco que yo y se pasara los ratos muertos mirando hacia abajo, exactamente dos pisos más abajo justo enfrente. Me puse de pie me acerqué a la ventana y la abrí, corría un viento demasiado frío para ser de finales de mayo. Me quedé de pié inmóvil mirándola fijamente, sin embargo ella no me imitó y apagó la luz. No volvió a aparecer, quizás desde la oscuridad sorda de su pieza me mirara estremecerme de frío llamándola.

Dos días después me colé en su edificio y supe por su buzón que se llamaba Cristina, cuando el ascensor me vomitó a la quinta planta caminé resuelto hasta su puerta. Tuve que llamar dos veces antes de que Cristina y no Marina me abriera, vestida con unos pantalones de tela blancos y un top azul me preguntó qué quería. Sin embargo yo deseaba a Marina, a mi imagen de Marina, a mis sueños de Marina, y Cristina no era ella. Lo siento me he equivocado de piso, fue todo lo que acerté a decirle.

Durante el mes de junio los exámenes los preparé en la biblioteca pública de Argüelles, donde me sentaba siempre frente a una chica preciosa a la que decidí llamar Laura.

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02 enero 2007

Escucho un zumbido de fondo desde el oído izquierdo, suena como un claxon lejano y levemente apagado. El oído derecho lo tengo reventado, creo que es el tímpano. La mirada fija frente a los restos de cristales rotos de lo que fue este salpicadero. El forense dirá en su informe que además del tímpano tengo reventado el bazo, el pulmón derecho y el hígado. Me huelo que mañana tendré un día movido, vendrán mis amigos y mis familiares a velarme, tendré que poner mi mejor cara de cadáver joven y simpático. Son cosas que pasan, se dirán los más pragmáticos, lo peor se lo llevará mi madre, a ella no la podrán consolar. Será un trauma para mis amigos, pues soy el primero según creo. Todo eso no me importa ya demasiado la verdad. Sigo con la mirada fija junto al airbag deshinchado y no sé muy bien en qué pensar. Imagino que vivir era esto y no sé si lo hice bien o mal, en todo caso ya no podré volver para comprobarlo, así que me quedaré sin aumento de sueldo. Siempre fui así de convencional. Me pasé todo el tiempo buscando otro tipo de vida que no tenía pero nunca me atreví demasiado a luchar por ella, más bien me dejé llevar por la multitud, por mis padres, por mis amigos, algunos, por las novias, algunas también. Me apetece brindar por todas las chicas que nunca tendré, como decía la canción de Mano Negra. Se ha saltado la mediana el que venía de frente, no me ha dado demasiado tiempo a reaccionar y encima he reaccionado mal, hacia el otro lado me he dicho, pero ya tenía la mirada fija. Siempre tarde. Me apetecería dormir pero estoy como cuando sabes que necesitas descansar en un vuelo que te lleva a Europa sobre el Atlántico y tan solo logras contar ovejas y mirar a la chica de al lado de reojo. Huele a gasolina e imagino que hace frío. Las carreteras de enero están heladas a esta hora, en breve se empezará a levantar la niebla y llegará el juez tras la Guardia Civil, el procedimiento me lo conozco por la facultad no porque lo haya vivido antes. Espero que recuerden que tenía un seguro de vida para anular la hipoteca si pasaba esto. Mi casa no es muy grande pero pueden vivir dos personas, además no tengo demasiadas cosas que tirar, no costará demasiado alquilarla o venderla. El coche no creo que valga más que como chatarra después de este lavado de cara que le he dado hace un momento. No me queda mucho más de lo que hacer recuento, lo demás me lo llevo puesto. Tan solo deseo que en la lápida alguien venga a poner “mis amores” como al final del cuento de Clarín, aquel que se llamaba “un viejo verde”.

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25 noviembre 2006

MONCLOA

Bueno, pues ya he llegado y ahí estás con tu falda de tela verde y tus zapatillas de moda junto a la boca del metro, te miro a los ojos, estoy nervioso muy nervioso pero qué estoy diciendo si ya te he dado dos besos y te he dicho que estás preciosa, la verdad es que estás preciosa pero no sé si era demasiado pronto para decírtelo, no me mires con esos ojos por favor que me vuelvo loco, te has vuelto a morder las uñas creí que se te había quitado ese vicio tan feo pero incluso sin uñas tienes unas manos preciosas, y te has echado colonia, ahora hueles a una mezcla de chicle y colonia y mis manos no paran de moverse porque no sé dónde meterlas mientras me sigues mirando con esos ojos que me vuelven loco, y dices que tienes que hacer prácticas en la universidad y no sé cuántas cosas más que no recuerdo porque en realidad no te estoy escuchando y tus ojos me tienen hipnotizado, me gustaría saber a qué sabes y lanzarme de una vez a besarte los labios pero ya sabes que soy muy cobarde y me refugio detrás de esta verborrea que tengo para decirte tonterías que no escuchas o tal vez sí pero yo prefiero creer que no escuchas porque deseas que dé el paso que yo mismo deseo dar, sí, me parece bien ir al cine o dar un paseo, decídete por dios, ¿yo qué prefiero? Prefiero ir a un banco en el Parque del Oeste y mirarte esos ojos hasta hacerlos míos pero eso no te lo voy a decir además el cine está lejos, vamos a dar una vuelta, conozco un bar ahí arriba en Meléndez Valdés muy tranquilo donde podemos dejar que pase toda la tarde y toda la vida mientras nos miramos y jugamos al pictionary y me voy enamorando lentamente de tu determinación y de tus ideales, de la sencillez con la que te colocas la coleta, y siento celos del camino que has recorrido sin mí, te quitas la espuma de la cerveza que se quedó en el labio pasándote la lengua con la misma suavidad que el viento lleva las hojas secas del parque, por favor hazme una señal que ya estoy jugando con las manos en una maniobra desesperada deseando que me acaricies un dedo para poder saber si debo dar el paso que... se me sale el corazón desbocado y creo que ya sabes que me tienes de rodillas pero te haces la despistada hablándome de películas y de cuentos chinos, te quiero, no me mires así y dime algo, no sé si hueles más a chicle, a colonia o a cerveza, sí, te quiero y te has quedado muda sin saber qué decir y has retirado la mano de la mesa, ahora no sabes que hacer con los ojos que ya no me miran como antes, quizás fuera culpa mía, dices que lo sientes pero más lo siento yo por haber pensado que…

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