LUCES NOCTURNAS
Marina vivía en el edificio de enfrente, tenía una larga melena rubia y una piel que brillaba muy fina y muy clara bajo la luz de su flexo. Todas las noches, cuando el resto de la ciudad dormía Marina encendía su flexo y se sentaba callada en su mesa frente al enorme ventanal. Allí permanecía horas, estudiando sin más descanso que la breve tregua que le daba un café que preparaba con meticulosidad antes de sentarse a estudiar y al que se abandonaba cada hora y media. Yo, durante aquellas primeras semanas apenas prestaba atención a esa joven de aspecto frágil que acababa de mudarse al edificio recién construido al otro lado de la calle, aunque siempre la veía al bajar las persianas antes de irme a dormir. Poco a poco me fui acostumbrando a aquella liturgia diaria y así empecé a darle las buenas noches antes de apagar la luz. Al poco tiempo me acostumbré a permanecer en la penumbra de mi habitación tumbado en mi cama observándola, me acostumbré a dormir con las persianas subidas espiándola en la distancia hasta que el sueño me vencía. La llamé Marina una noche de abril en la que se desató una gran tormenta y ella permaneció inmóvil junto a la ventana durante más de media hora, con la mirada clavada en el horizonte y la cabeza ladeada reclinada sobre el cristal. Ya tenía un nombre, ahora me faltaba establecer contacto con ella. Cuando llegó el mes de mayo empecé a estudiar también yo pues debía preparar mis exámenes de junio, y aprendí a seguir sus ritmos y sus costumbres, aunque me pasaba ratos enteros mirando hacia la ventana, con la mirada elevada hacia el quinto piso, letra aún desconocida, deseando acariciar un pijama de raso verde. Me acompañaba una radio en la que un locutor hablaba muy despacio, racionando unas palabras cargadas de un humo muy denso y muy antiguo que viajaba por las ondas volviendo la atmósfera pesada y dilatando las pupilas. Descubrí grandes canciones en aquellas semanas, que para siempre han quedado ligadas al recuerdo de Marina y a los últimos estertores de la adolescencia. A las dos de la madrugada siempre ponían la misma canción y el locutor con su voz profunda y de otro tiempo se dirigía a todos aquellos que estábamos estudiando para que apagáramos y encendiéramos nuestro flexo tres veces, emitiendo una señal hacia el exterior. Quizás él imaginara la ciudad alfombrada de minúsculas luces centelleando a la vez como un enorme cielo estrellado. Enseguida me entusiasmó la idea y apuntaba mi flexo hacia la ventana, uno, dos, tres… en intervalos de un segundo emitía mi señal; luego volvía a colocarlo en su posición habitual y me asomaba para ver si alguien más compartía ese ritual conmigo detrás de las escasas ventanas en las que aún quedaba alguna luz. Enseguida volvía a mi mesa decepcionado y retomaba el estudio durante un rato más, nunca más de media hora.
Una noche mientras leía una obra de teatro de la posguerra fijé involuntariamente la mirada en la ventana de Marina, y extrañamente ésta no estaba sentada estudiando sino de pie, desnuda, mirándose frente al espejo. La veía duplicada, su espalda ladeada frente al reflejo de su vientre desnudo, su pecho desnudo y sus manos explorándose. Fue un instante fugaz, un parpadeo mágico, que se desvaneció tras la puerta del baño. Me quedé paralizado con el corazón desbocado, me lancé sobre los prismáticos y los fijé sin pestañear con la mirada clavada en aquella puerta, frontera infranqueable de mis sueños. Tardó diez minutos en salir, con el pijama de raso verde ya puesto, se bebió un café y se puso a estudiar. Yo no podía más que espiar atentamente, observar cada uno de sus movimientos, pero ella parecía decidida a estudiar durante otra buena hora y media. ¿No pensaba explicarme qué había pasado ahí dentro?
Tres días después exactamente a las dos y dos minutos de la madrugada apunté como todas las noches mi flexo hacía la ventana, uno, dos tres… en intervalos de un segundo emití mi señal. Ya no me importaba si más gente hacía lo mismo o no y sin embargo en aquel momento, desde la ventana de Marina, uno, dos, tres… ella me respondía. No podía creerlo, ella me respondía a mí. Puede que ella también me observara, puede que ella estudiara igual de poco que yo y se pasara los ratos muertos mirando hacia abajo, exactamente dos pisos más abajo justo enfrente. Me puse de pie me acerqué a la ventana y la abrí, corría un viento demasiado frío para ser de finales de mayo. Me quedé de pié inmóvil mirándola fijamente, sin embargo ella no me imitó y apagó la luz. No volvió a aparecer, quizás desde la oscuridad sorda de su pieza me mirara estremecerme de frío llamándola.
Dos días después me colé en su edificio y supe por su buzón que se llamaba Cristina, cuando el ascensor me vomitó a la quinta planta caminé resuelto hasta su puerta. Tuve que llamar dos veces antes de que Cristina y no Marina me abriera, vestida con unos pantalones de tela blancos y un top azul me preguntó qué quería. Sin embargo yo deseaba a Marina, a mi imagen de Marina, a mis sueños de Marina, y Cristina no era ella. Lo siento me he equivocado de piso, fue todo lo que acerté a decirle.
Durante el mes de junio los exámenes los preparé en la biblioteca pública de Argüelles, donde me sentaba siempre frente a una chica preciosa a la que decidí llamar Laura.
Marina vivía en el edificio de enfrente, tenía una larga melena rubia y una piel que brillaba muy fina y muy clara bajo la luz de su flexo. Todas las noches, cuando el resto de la ciudad dormía Marina encendía su flexo y se sentaba callada en su mesa frente al enorme ventanal. Allí permanecía horas, estudiando sin más descanso que la breve tregua que le daba un café que preparaba con meticulosidad antes de sentarse a estudiar y al que se abandonaba cada hora y media. Yo, durante aquellas primeras semanas apenas prestaba atención a esa joven de aspecto frágil que acababa de mudarse al edificio recién construido al otro lado de la calle, aunque siempre la veía al bajar las persianas antes de irme a dormir. Poco a poco me fui acostumbrando a aquella liturgia diaria y así empecé a darle las buenas noches antes de apagar la luz. Al poco tiempo me acostumbré a permanecer en la penumbra de mi habitación tumbado en mi cama observándola, me acostumbré a dormir con las persianas subidas espiándola en la distancia hasta que el sueño me vencía. La llamé Marina una noche de abril en la que se desató una gran tormenta y ella permaneció inmóvil junto a la ventana durante más de media hora, con la mirada clavada en el horizonte y la cabeza ladeada reclinada sobre el cristal. Ya tenía un nombre, ahora me faltaba establecer contacto con ella. Cuando llegó el mes de mayo empecé a estudiar también yo pues debía preparar mis exámenes de junio, y aprendí a seguir sus ritmos y sus costumbres, aunque me pasaba ratos enteros mirando hacia la ventana, con la mirada elevada hacia el quinto piso, letra aún desconocida, deseando acariciar un pijama de raso verde. Me acompañaba una radio en la que un locutor hablaba muy despacio, racionando unas palabras cargadas de un humo muy denso y muy antiguo que viajaba por las ondas volviendo la atmósfera pesada y dilatando las pupilas. Descubrí grandes canciones en aquellas semanas, que para siempre han quedado ligadas al recuerdo de Marina y a los últimos estertores de la adolescencia. A las dos de la madrugada siempre ponían la misma canción y el locutor con su voz profunda y de otro tiempo se dirigía a todos aquellos que estábamos estudiando para que apagáramos y encendiéramos nuestro flexo tres veces, emitiendo una señal hacia el exterior. Quizás él imaginara la ciudad alfombrada de minúsculas luces centelleando a la vez como un enorme cielo estrellado. Enseguida me entusiasmó la idea y apuntaba mi flexo hacia la ventana, uno, dos, tres… en intervalos de un segundo emitía mi señal; luego volvía a colocarlo en su posición habitual y me asomaba para ver si alguien más compartía ese ritual conmigo detrás de las escasas ventanas en las que aún quedaba alguna luz. Enseguida volvía a mi mesa decepcionado y retomaba el estudio durante un rato más, nunca más de media hora.
Una noche mientras leía una obra de teatro de la posguerra fijé involuntariamente la mirada en la ventana de Marina, y extrañamente ésta no estaba sentada estudiando sino de pie, desnuda, mirándose frente al espejo. La veía duplicada, su espalda ladeada frente al reflejo de su vientre desnudo, su pecho desnudo y sus manos explorándose. Fue un instante fugaz, un parpadeo mágico, que se desvaneció tras la puerta del baño. Me quedé paralizado con el corazón desbocado, me lancé sobre los prismáticos y los fijé sin pestañear con la mirada clavada en aquella puerta, frontera infranqueable de mis sueños. Tardó diez minutos en salir, con el pijama de raso verde ya puesto, se bebió un café y se puso a estudiar. Yo no podía más que espiar atentamente, observar cada uno de sus movimientos, pero ella parecía decidida a estudiar durante otra buena hora y media. ¿No pensaba explicarme qué había pasado ahí dentro?
Tres días después exactamente a las dos y dos minutos de la madrugada apunté como todas las noches mi flexo hacía la ventana, uno, dos tres… en intervalos de un segundo emití mi señal. Ya no me importaba si más gente hacía lo mismo o no y sin embargo en aquel momento, desde la ventana de Marina, uno, dos, tres… ella me respondía. No podía creerlo, ella me respondía a mí. Puede que ella también me observara, puede que ella estudiara igual de poco que yo y se pasara los ratos muertos mirando hacia abajo, exactamente dos pisos más abajo justo enfrente. Me puse de pie me acerqué a la ventana y la abrí, corría un viento demasiado frío para ser de finales de mayo. Me quedé de pié inmóvil mirándola fijamente, sin embargo ella no me imitó y apagó la luz. No volvió a aparecer, quizás desde la oscuridad sorda de su pieza me mirara estremecerme de frío llamándola.
Dos días después me colé en su edificio y supe por su buzón que se llamaba Cristina, cuando el ascensor me vomitó a la quinta planta caminé resuelto hasta su puerta. Tuve que llamar dos veces antes de que Cristina y no Marina me abriera, vestida con unos pantalones de tela blancos y un top azul me preguntó qué quería. Sin embargo yo deseaba a Marina, a mi imagen de Marina, a mis sueños de Marina, y Cristina no era ella. Lo siento me he equivocado de piso, fue todo lo que acerté a decirle.
Durante el mes de junio los exámenes los preparé en la biblioteca pública de Argüelles, donde me sentaba siempre frente a una chica preciosa a la que decidí llamar Laura.
Etiquetas: Cuentos
1 Comments:
Muy buen racconto, me recuerda un poco a Borges, o por lo menos a lo poco que conozco de los latinoamericanos.
Ademas creo saber algo sobre lo spunto de esta historia, que hay de real y que de ficcion...
Pero eso es en realidad una pena: lo bueno de la ficcion es precisamente que los lectores nunca saben cuanto de autobiografico hay en un cuento o una novela.
No que todo sea ficcion, eso es falso en general (me atreveria a decir que NUNCA NADIE ha escrito un libro que sea al 100% pura ficcion, aunque sea en el caracter, el aspecto o la moda de un personaje, o en una descripcion, rezuma o al menos transpira una experiencia vivida por el escritor. Lo bonito es que cuando escribes esa experiencia la puedes transformar, utilizar, convertirla en vehiculo de otra historia.
MC
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