22 junio 2007

G A B R I E L A

Recordaba. Con la mirada perdida, inflamada por el reflejo de un atardecer violento y despiadado, en el vacío de un trigal en medio de una inmensa llanura. Recordaba buscando un camino, una huída para alejar de ella toda la culpa que arrastraba, removía hasta el rincón más escondido de su memoria para encontrar un motivo para odiar, uno solo. Pero no lo encontró. Permaneció inmóvil durante casi una hora, apagando el día y encendiendo la noche. Cuando la tenue luz rojiza de la primera luna llena de agosto la sorprendió por la espalda regresó a la cuneta donde había dejado tirada la bicicleta y pedaleó con todas sus fuerzas. Se llamaba Diana, tenía dieciocho años, un corazón inmenso y un secreto.

Al regresar a casa Diana ya nunca sería la misma, tendida en la cama observando la respiración de su hermana mayor que dormía profundamente tomó la decisión quizás más importante de su vida. Entonces se levantó y abrió la ventana de su habitación, el viento se coló furioso haciendo volar las cortinas y mientras seguía el vuelo de unos murciélagos a la luz de la luna se prometió a sí misma que tendría aquel hijo, y que se llamaría Samuel si era niño. Si era niña aún no lo había pensado. Aquella noche se durmió con una inmensa sonrisa, tal vez recordando la vez en que su padre la enseñó a montar en bicicleta cuando tan solo tenía cinco años.

Al despertar se sentía en paz consigo misma y durante horas paseamos de un lado a otro del pueblo, ella con sus pupilas encendidas y yo con la cabeza llena de ella. Me había llamado a primera hora para quedar a dar una vuelta y hacer unas compras. A las once de la mañana en el frontón fue todo lo que dijo. Después de tomar la segunda fanta dijo que se llamaría Samuel. Nunca supe porqué tuvo desde el principio la certeza de que sería un niño, pero la mantuvo durante los siete meses siguientes y una y otra vez se negó a que ningún médico le dijera si sería niño o niña, ella ya lo sabía de antemano. Se reía de nosotras diciendo que se lo había dicho la luna el mismo día que había decidido tenerlo. Del padre nunca nos dijo nada y eso fue lo que terminó de envenenar mis celos; durante años la había amado en secreto, casi sin darme cuenta, compartiendo con ella cada segundo de nuestra vida, las excursiones al río, los recreos en el colegio, las noches en su casa o en la mía mientras hacíamos planes imposibles. Mientras duró el embarazo la fui perdiendo poco a poco, cada vez íbamos teniendo menos cosas en común y mi comportamiento era día a día más obsesivo. Cuanto más me agarraba al pasado, intentando lograr que las cosas volvieran a ser como antes más la perdía. Diana estaba construyendo una nueva vida por dentro y por fuera y se mostraba más distante y huidiza, a lo que yo respondía al principio con un empeño agobiante de hacer cosas y más tarde con una falta de consideración absoluta por sus necesidades. En nuestro distanciamiento yo empecé a odiar a toda la gente que la rodeaba, empezando por su hermana, que fue la persona que más la acompañó durante esos meses. Me fui encerrando en una burbuja de aislamiento, apenas salía de casa y cuando lo hacía siempre estaba de mal humor e hiriente. A menudo me iba a un pinar cercano al río donde solíamos jugar de pequeñas, dentro del pinar había un claro con unas pocas decenas de viñas y una cabaña de ramas secas en el medio, desde esa cabaña había aprendido a parar el tiempo para poder enamorarme lentamente de su sonrisa y mirar fijamente sus ojos verdes. Me senté en el medio del majuelo, junto a la cabaña, y esperé a que cayera la noche. Durante la espera el silbido del viento helado que agitaba las copas de los pinos me susurraba todas las conversaciones que habíamos mantenido durante todos aquellos años, los secretos que nunca revelé, las caricias que siempre tuve que contener, los besos que se precipitaban en el abismo del vacío hasta que cayó la noche. Era una noche muy fría de principios de febrero, la constelación de Orión se veía magnífica y resplandeciente en el borde del claro, llevaba varios días planeando aquella noche, nada debía fallar, me quité el abrigo de lana y subí las mangas del jersey hasta los codos, un latigazo de frío me estremeció cuando empecé a cortar las venas, desde ese momento apenas recuerdo nada, tan solo la sensación de sueño, las ganas de permanecer inmóvil y la imagen de mi madre cantándome una canción para que me durmiera.
Gabriela nació dos semanas más tarde.

París – Madrid Octubre 2004

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1 Comments:

At 23 de junio de 2007, 14:34, Anonymous Anónimo said...

Este es uno de los que me mandaste

 

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