15 junio 2007

Isabel

Había dos acacias con las copas muy redondas, y un emparrado que cubría el porche alfombrado de cantos rodados. Por las mañanas solía regarlos despacio con la manguera, para que estuviera todo bien fresco para la hora de la comida. Otras veces se sentaba en una silla de mimbre con un respaldo redondo y alto y pelaba judías verdes con la sonrisa siempre a punto y las gafas de pasta marrón transparentes concentradas en el cuchillo. Cada vez que íbamos al pueblo nos recibía en la puerta con el delantal y la comida a medio hacer. Casi nunca discutía pero cuando lo hacía era la persona más testaruda del planeta y nada de lo que le dijeras podía hacerle cambiar de opinión. Por las noches mientras nos divertíamos con los amigos por la plaza o aprendíamos de chicas llevándonos algún guantazo en la era ella nos esperaba con la tele encendida; la mayor parte de las veces el sueño la vencía y se quedaba dormida sobre la mesa camilla. La recuerdo viendo un resumen de la prueba de vela de la olimpiada de Barcelona, ella no admitía que se hubiera quedado dormida y pretendía hacernos creer que estaba interesadísima en barloventos y sotaventos. Creo que he heredado esa capacidad para intentar llevar siempre la razón aún cuando la evidencia la niega. Las semanas santas sabían a sus torrijas y las calentaban las hogueras que ella preparaba por la mañana temprano mientras los demás dormíamos calientes. Aquella casa vieja que la había visto nacer crujía por las noches cuando alguien iba al baño y de su alcoba brillaba la luz de su mesilla siempre alerta. Murió hace ocho años. En verano mis tíos nos hicieron una comida para que viéramos cómo había quedado la casa tras la obra. En aquella casa ya no hay chimenea y la calienta una caldera de gasóleo, el agua siempre sale caliente y el suelo no cruje y aunque ella ya no está yo sé que sigue allí como las acacias que la vieron nacer y que ahora me dan sombra, como se la dieron a ella y a mis bisabuelos.

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